Lo poco que recuerdo de mi niñez es el sonido de la voz de mi padre y el olor a Malboro de mi madre. Lo primero que se me cruza en la mente cuando me preguntan sobre mis primeros años de vida es la imagen de esas inmensas torres llamadas edificios donde viví durante tanto tiempo o las flores que mi madre colocaba en el jarrón de su madre o, tal vez, cómo me escurría entre la cama de mis padres hasta entre ellos.


Pero nada es para siempre, nada es para siempre.

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