La voz se reparte en estertores
y en palabras perdidas
a través de un mísero hilo telefónico:
no he olvidado la lluvia
dentro de los ojos,
ni la sangre de tus dedos al disparar

Tampoco las cuentas recibidas,
papeles perdidos,
besos manchados
y
luces que violan las violetas del jardín

Menos aún a los gatos magros,
mojados de tanto maullar,
a los gatos negros
que dinamitan tejados de tranquilidad

El sonido anuncia líneas caducadas,
el sol no calienta mi almohada,
ni el microondas mi comida.

Hoy patearé al primer coche que me apunte con el claxon,
Ronald McDonald puede darse también por muerto,
¡los payasos al circo!
y el vino a nuestras venas

Rincón de una habitación despejada

Al respirar mi mundo se detiene, salir volando por falta de gravedad, respiración de princesa entristecida porque tus suspiros de sueños así lo anuncian.

No, no aquella anunciación bíblica, no han de venir salvadores. ¿para qué? no los deseo.Imágenes y estatuas virginales se desmoronan con cada paso que das, con cada palabra que recitas: las vírgenes han muerto, aún quedan los suicidas.

No hay ángeles en la escena, un demonio me menea la cola. Confesiones en nuestros bares imaginarios, acercamientos instantáneos cual fotograma de una adolescente transparente.

Sobrevivo enamorado de un cuervo que me abre los ojos, que me alimenta a través de ellos, el cuervo que más resplandece habiendo anulado Nevermore de nuestra poesía. Luciérnaga, ayer, hoy y mañana, los fantasmas han de seguirnos al fundirnos en un abrazo, dos peces unidos por la cola.

A tus rizos enamorados de piel anárquica, a tus rizos que desordenan habitaciones, que detienen tiempo, que olvidan, que recuerdan Magas incendiándose en sus propias llamas, que derrumban paredes en los interiores de cuerpos inclinados a las manos de la encantadora de serpientes.

BloodLove

Si he de morir quiero que la muerte huela a ti,
que me toque con tus labios,
que me alimente del vino de tus pezones.

Que la muerte huela a ti.
Que la vida se desvanezca
entre la felinidad de tu vagina y tu reír de niña.
Ya que esta noche prefiero embarcarme al paraíso,
desde tu cuello hasta tus nalgas,
de tu cerquillo improvisado hacia las montañas de tus caderas.
Que la vida se diluya en cada poro de ese bosque que llamas piel,
de esa jungla que llamas sexo.

Y no importa que el camino que una vez surqué ya no tenga mis huellas impresas, que mi voz la hayas encerrado en el nudo de tus cabellos, que ya te hayas fumado los colores de un sueño junto a mí y que tu luto por mi nombre ya no vista en ti.

No importa quien amanezca sobre el territorio sin fronteras de tu cuerpo, no importa en cuántos labios hayas impreso la locura de tu erotismo, porque cada noche, cada día encuentro en el duelo de mis manos el sonido de tu cascabel.

En cada animal de tu marañas mentales
habitan deseos de seducción,
de ansias por bañar a la desnudez
con la saliva de tus besos.

En el bucear de tus peces de colores
que contrastan con el gris de tus escamas,
nadan los latidos ingobernables
de tu vientre no saciado.

No quiero ser humano,
anhelo retornar al bestiario,
relatos de amantes ensalivados
en el licor de tu niñez indomable.

Nostardía.

Las tardes se asemejan a las noches en sus colores,
no existe diferencia entre tomar el bus
y permanecer abstraído frente a las ventanas,
por eso pienso que es mejor convertirse en barro
antes que tener piel sensible.

Ella dice ser un anfibio cuando el Sol brilla allá,
si ella supiera que necesito de algunos de esos rayos,
dudo que ella me obsequiaría alguna de sus sonrisas.

A media tarde un flash, luego prendes un cigarrillo
y piensas que la marihuana ha perdido efecto o
que el estado de alteración mental es continuo.

Cuando un pájaro se posa en la rama del árbol del patio,
recuerdas y dices: nunca más, nunca más.
Mas no te engañes, iluso, “nunca” existe sólo en palabras.

Seksuele

Me escondí en las letrinas de tus piernas,
en el momento de la caída del sol sobre tus pezones,
cuando las sabanas se secaban de tanto sudar.
Era animal vulnerable, fruta que caía y rodaba sobre la acera.

Le hablaba a la pared,
no era ya Rótterdam el problema, tampoco yo,
ni los gramos de polvo blanco que rodeaban los huecos de mi nariz.
Ella se preguntaba por los huesos de mi espalda,
se preguntaba por mi espalda, por mí, por la cama, por las sábanas.
Y yo, seguía aprisionado en la blanca ceguera desesperante.

Ella era un monte que me montaba,
pero yo me encontraba estelado, fuera de aquel entorno.
¡Detente!, dije, ¡Detente!.
Quizá, sea la posición, no, eso tampoco es.

Cadena, aprisióname,
súbete a mi espalda, ella no es culpable.